Al empezar la clase, todo fue correr de un lado para otro. El proyecto estaba incompleto y nosotras desorientadas. El profesor, notando nuestra situación, terminó dedicándonos gran parte de la sesión para guiarnos. La verdad es que se notaba que estábamos todas bajoneadas: la sensación era que no solo íbamos a sacar una nota baja, sino que quizá ni siquiera nos pondrían nota.
En medio del caos, vi que Milady estaba al borde de las lágrimas. Sus ojos empezaban a empañarse, y ahí decidí intervenir. Les dije que no podíamos dejarnos arrastrar por los nervios, que lo que importaba era terminar algo funcional. Si no salía el video, lo reemplazaríamos con imágenes; lo importante era resolver, no rendirse. Esa pequeña dosis de motivación ayudó a que recuperáramos un poco la energía.
Cuando parecía que todo se encaminaba, surgió otro problema: la aplicación no funcionaba en el celular de Milady, que era el dispositivo con el que habíamos medido la botella. Intentamos usar el celular de Mitsu, pero en un intento de arreglar las cosas terminó desinstalando la app del MIT App Inventor y, para empeorar, dobló la maqueta de la botella, que ya no se veía tan presentable. Ese fue un momento de casi desesperación para mí: ver cómo la maqueta en la que había trabajado quedaba maltratada me dio un bajón extra.
Por suerte, Mitsu logró arreglarlo a último minuto, y al final conseguimos que todo funcionara en su celular. Fue un alivio enorme, aunque quedamos con la sensación de haber sobrevivido más que de haber presentado con tranquilidad.